El CEO del grupo Stellantis pone en marcha la mayor ofensiva industrial en Estados Unidos con una inversión récord de 13.000 millones de dólares.

Después de años intentando consolidar su posición en Europa sin éxito, Stellantis ha decidido mover ficha y redibujar su estrategia global.
El consorcio automovilístico, nacido de la fusión entre PSA y FCA, abandona discretamente la promesa de liderar la movilidad eléctrica europea y lanza su ofensiva más ambiciosa en Estados Unidos, donde invertirá 13.000 millones de dólares en los próximos cuatro años.
Es la mayor inversión de su historia en los últimos años, una apuesta arriesgada por parte del nuevo CEO del grupo, Antonio Filosa.
El anuncio llega en un momento delicado para el grupo. La estrategia en Europa ha encallado con modelos poco competitivos y una demanda que no ha despegado como se esperaba.
Marcas como Peugeot, Opel o Fiat no han logrado el tirón comercial necesario frente a la presión de fabricantes que están acertando con nuevos modelos y tecnologías como la de los motores eléctricos.
La apuesta por Estados Unidos, lejos de ser una tabla de salvación garantizada, podría convertirse en el próximo gran error estratégico del grupo.
Aunque Stellantis ha decidido volcar su mayor inversión histórica en el mercado norteamericano, lo cierto es que se adentra en un mercado marcado por los antojos del actual presidente.
El mercado estadounidense está dominado por fabricantes locales como Ford, Chevrolet y Tesla; marcas con una fuerte carga emocional y cultural que han moldeado durante décadas los hábitos de consumo de millones de conductores.
Sumado a esto, la actual deriva del presidente Donald Trump vuelve a dibujar un panorama político marcado por el proteccionismo, la presión a las empresas extranjeras y la imposición de normativas a medida para reforzar a los gigantes nacionales.
En ese contexto, Stellantis no solo tendrá que competir en producto, precio y red comercial, sino que deberá hacerlo en un terreno donde las reglas cambian al ritmo del discurso político.
La mayor parte del dinero irá destinada a relanzar la producción de modelos ya conocidos bajo el paraguas de marcas históricas como Jeep o Dodge.
En Illinois, Stellantis reabrirá una planta que llevaba años inactiva con 600 millones de dólares, lo que permitirá retomar la producción de los Jeep Cherokee y Compass en 2027.
En Ohio, otro de los bastiones del grupo, se ensamblará un nuevo modelo de tamaño medio a partir de 2028, junto a los Jeep Wrangler y Gladiator.
La inversión en esta fábrica será de 400 millones de dólares es una clara apuesta por el segmento de las pickups, donde Stellantis quiere recuperar terreno frente a Ford y General Motors.
En Detroit, la planta Jefferson recibirá otros 130 millones de dólares para preparar el retorno del Dodge Durango, un modelo emblemático que se relanzará en 2029 con plataforma actualizada.
Y en Warren, también en Míchigan, el objetivo será ampliar la familia Wagoneer con un SUV de gran tamaño que llegará en 2028, sumando 900 empleos adicionales.
El nuevo CEO del grupo Stellantis, Antonio Filosa, ha apostado por un viraje que puede parecer audaz, pero que también encierra riesgos sistémicos.
Abandonar progresivamente el foco europeo, donde al menos conserva un posicionamiento sólido en mercados clave como Francia, Italia o España, para lanzarse a conquistar un entorno adverso como el estadounidense, podría comprometer seriamente la estabilidad global del grupo.
En un momento donde cada movimiento estratégico cuenta, y donde la industria del automóvil atraviesa una transición sin precedentes, Stellantis no solo se juega una cuota de mercado.
El Grupo se juega su futuro y su capacidad para mantenerse como uno de los grandes actores del sector. Porque si este salto al vacío no sale como esperan, en Turín o París, no quedará ya ni mercado ni narrativa donde ocultar el fracaso.
Uno de los factores que ha lastrado gravemente la imagen y la rentabilidad de Stellantis en Europa ha sido la problemática de los motores PureTech de combustión.
Estos propulsores, ampliamente utilizados en modelos de Peugeot, Citroën, Opel y Fiat, han estado en el centro de múltiples controversias técnicas: desde el deterioro prematuro de la correa de distribución hasta averías en válvulas, bombas de aceite o problemas de sobrecalentamiento.
Lo que en un principio se presentó como un motor compacto, ligero y eficiente ha derivado en un coste reputacional significativo y en una carga financiera inesperada para la compañía por las reparaciones fuera de garantía.
Las consecuencias han sido notables. Algunos modelos han sufrido caídas de ventas acusadas, los concesionarios se han visto saturados por reparaciones recurrentes, y las asociaciones de consumidores han intensificado la presión para exigir soluciones definitivas.
En países como Francia y España, incluso se han iniciado acciones colectivas contra el grupo por considerar que Stellantis no actuó con la transparencia ni la diligencia debidas.
En un momento en que la fidelidad del cliente es crucial, esta crisis técnica ha minado la confianza en algunas de las marcas más populares del grupo.
Y mientras Stellantis invertía miles de millones en electrificación, una parte de su flota térmica seguía generando costes de garantía, problemas legales y un efecto dominó.
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