Trump propone reducir drásticamente las exigencias de ahorro de combustible fijados por Biden para favorecer los coches a gasolina.

Donald Trump ha hecho lo que muchos temían: revertir las propuestas hacia una movilidad más limpia para seguir retrasando lo inevitable.
En realidad, lo que la gente quiere es pagar menos por moverse y no hipotecar su salud en cada desplazamiento diario.
Pero la administración Trump ha elegido desmontar una de las piezas clave de la política ambiental de Joe Biden: los estándares de eficiencia de combustible.
En esencia, el plan anunciado desde la Casa Blanca reduce el nivel de exigencia para los fabricantes.
Lo que antes debía ser una flota de vehículos que alcanzara un promedio de 50,4 millas por galón en 2031, ahora podrá conformarse con 34,5.
Esto no es una corrección técnica, es una renuncia a una política pública basada en evidencias.
Los propios cálculos del gobierno lo admiten: la medida incrementará en más de 100 mil millones de galones el consumo de gasolina hasta 2050, costará a los conductores estadounidenses hasta 185 mil millones de dólares extra en combustible y disparará las emisiones de dióxido de carbono en un 5%.
En contra partida los fabricantes tradicionales como Ford, General Motors o Stellantis, celebrando este cambio como una victoria, que será el ocaso del fin de varias marcas.
Jim Farley, CEO de Ford, apareció junto a Trump celebrando la decisión como si se tratara de una nueva era de racionalidad.
En realidad, se trata de un triunfo del cortoplacismo disfrazado de pragmatismo. Porque no hay nada racional en perpetuar un modelo energético insostenible en un contexto global que exige exactamente lo contrario.
Las marcas aplauden porque el nuevo marco normativo les permitirá ahorrar decenas de miles de millones en desarrollo y cumplimiento.
Según datos oficiales, Ford, GM y Stellantis sumarán más de 35.000 millones en ahorros hasta 2031. Pero ese ahorro industrial se traducirá en ser menos competitivos en la tecnología que se está imponiendo a nivel mundial.
En un país donde el precio medio de un coche nuevo ya supera los 50.000 dólares, pensar que este cambio hará más accesible la movilidad es una ilusión peligrosa.
Trump sostiene que con esta medida los vehículos costarán unos 930 dólares menos. Pero el ahorro inicial se diluye cuando el propietario debe llenar más veces el depósito y asumir mayores costes en gasolina.
El golpe más directo lo recibirán los fabricantes centrados en los vehículos eléctricos. La eliminación del sistema de créditos de eficiencia a partir de 2028 pone fin a una herramienta que había permitido a empresas como Tesla y Rivian compensar la inercia fósil del resto del sector.
Para la administración, ese mecanismo era una “ganancia inesperada”, pero lo cierto es que funcionaba como un puente para acelerar la transición energética en un sector históricamente lento en adaptarse.
California, uno de los estados más avanzados en política ambiental, ha reaccionado con indignación. Su gobernador, Gavin Newsom, acusó directamente a Trump de forzar a los ciudadanos a gastar más en gasolina y de contaminar el aire que respiran millones de estadounidenses.
Y no es una exageración. El transporte representa más del 28% de las emisiones de gases de efecto invernadero del país. Volver a permitir que los fabricantes reduzcan su eficiencia sin consecuencias normativas es regalar a la industria una licencia para contaminar.
Katherine García, de Sierra Club, ha sido tajante: “Este retroceso mantendrá los autos contaminantes en nuestras carreteras durante años y amenazará la salud de millones de estadounidenses, particularmente niños y ancianos”. La crítica se sostiene en los datos.
Bajo las normas de Biden, se preveía evitar la emisión de más de 700 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono para 2050.
Esa cifra equivale a sacar de circulación millones de coches contaminantes durante décadas. Renunciar a ese objetivo no es solo un paso atrás: es caminar de espaldas en un terreno donde todos los demás países avanzan, aunque sea a diferentes ritmos, hacia la descarbonización.
El argumento de que las normas de Biden eran “irrealistas” ya ha sido utilizado en otras ocasiones por la administración Trump para justificar decisiones similares.
Pero la irrealidad es seguir creyendo que el motor de combustión tiene lugar en el futuro energético del planeta.
El retroceso también pone en duda la capacidad del país para seguir siendo el lliderar la transición tecnológica del sector.
Si las grandes marcas estadounidenses se aferran al pasado mientras Europa y China avanzan con políticas más estrictas y ambiciosas, el riesgo no es sólo ambiental, sino económico.
Estados Unidos podría quedarse atrás en una industria donde la innovación y la regulación van cada vez más de la mano.
En los márgenes del discurso político, la verdadera pregunta es por qué una parte del electorado sigue aceptando como razonable la idea de que los intereses de las petroleras y los fabricantes tradicionales coinciden con los suyos.
Porque en este caso, lo que se vende como una medida para proteger al consumidor es, en realidad, una concesión descarada a la industria fósil.
Los ciudadanos no pidieron menos eficiencia, pidieron precios más bajos. No pidieron más emisiones, sino más alternativas limpias. No pidieron aire contaminado, sino ciudades donde se pueda respirar sin miedo.
Trump ha optado por simplificar el problema hasta reducirlo a una cuestión de gustos: ¿gasolina o electricidad? Pero esta no es una elección de catálogo.
Es una decisión política con consecuencias reales, tangibles y acumulativas. No es simplemente una “cuestión de libertad” como sugieren algunos, sino una cuestión de salud pública, de responsabilidad intergeneracional y de visión de país.
La electrificación del transporte no es una moda, ni una imposición ideológica. Es una respuesta urgente a un desafío real. Las normas de Biden no eran perfectas, pero iban en la dirección correcta.
Trump ha preferido dar un volantazo y mirar por el retrovisor. El problema es que lo que dejamos atrás no era solo el pasado: era también la posibilidad de construir un futuro más limpio.
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