Volvo, propiedad del grupo chino Geely, despide a 3.000 trabajadores en Suecia

A pesar de los buenos datos de ventas de Volvo en estos dos últimos años, el nuevo CEO de la marca ha venido con duros recortes de empleo.

Volvo Cars ha decidido recortar 3.000 empleos, en una operación que, a pesar de estar envuelta en un discurso de modernización y eficiencia, esconde una complejidad mucho más profunda.

El anuncio ha sacudido al sector automovilístico europeo y ha encendido un debate necesario sobre el coste social y estratégico que implica abrazar el coche eléctrico y la digitalización de manera acelerada.

No es simplemente una cifra más: es una declaración de intenciones que refleja las tensiones internas de una industria en plena metamorfosis.

El BYD Seal 06 GT llegará en 2025 y seguro que será todo un éxito de ventas.

El plan, que afecta especialmente a Suecia, país de origen de Volvo, contempla el despido de 1.200 empleados de oficina y la rescisión de contratos a unos 1.000 consultores.

Esto representa un 15% de la plantilla dedicada a tareas administrativas, en un claro movimiento para reducir costes estructurales y ganar agilidad organizativa.

Pero lo que se presenta como una medida “inevitable” para hacer frente a los retos del mercado también pone en entredicho las estrategias adoptadas hasta ahora por la marca escandinava, propiedad del grupo chino Geely.

Lo curioso es que este anuncio no llega en un momento de crisis evidente para Volvo. Al contrario, la firma ha registrado cifras récord de ventas en los últimos dos años, y su compromiso con la electrificación total ha sido firme y bien recibido por las instituciones europeas.

El motor económico de Europa bate récords en ventas de coches eléctricos.

Volvo fue una de las pocas marcas que cumplió con los estrictos límites de emisiones impuestos por la normativa CAFE de la Comisión Europea, incluso antes de que Bruselas anunciara una moratoria sobre estas exigencias en marzo. Entonces, ¿por qué ahora este tijeretazo?.

La respuesta no es sencilla, pero hay varios factores en juego. Primero, el regreso de Håkan Samuelsson como CEO ha traído consigo una política de choque con un mensaje claro: es hora de recortar y hacer que la compañía funcione con una eficiencia quirúrgica.

Samuelsson ha defendido que estos despidos son una medida dolorosa pero imprescindible para mantener la resiliencia de Volvo en un entorno global “muy difícil”. Sin embargo, no son pocos los que se preguntan si esa resiliencia no podría haberse buscado por otras vías menos traumáticas.

Porque no se trata únicamente de despidos. Estamos hablando de una reestructuración integral que busca recortar 18.000 millones de coronas suecas (unos 1.663 millones de euros), con impacto directo en la configuración operativa de la empresa.

Es decir, se está redibujando el mapa interno de Volvo, redefiniendo roles, eliminando duplicidades y por supuesto reduciendo plantillas, para aligerar el peso de una organización que hasta ahora parecía funcionar bastante bien.

A esto se suma un precedente reciente en Suecia: el colapso de Northvolt, uno de los proyectos estrella del continente en materia de baterías para coches eléctricos.

El caso de Northvolt, que declaró la quiebra en marzo, es una señal alarmante para quienes confiaban en que la transición energética iba a ser un camino recto hacia la prosperidad.

La realidad es más cruda y está afectando especialmente a los países que lideraban esa carrera. La conexión entre el caso Northvolt y el recorte de Volvo no es directa, pero ambos sucesos evidencian que Europa tendrá que digerir el cambio.

Volvo no está sola en este viraje brusco. En los últimos meses, fabricantes como Volkswagen, Nissan, General Motors o Ford han anunciado recortes masivos de empleo. La marca alemana llegó a un acuerdo con los sindicatos para reducir su plantilla en Alemania en 35.000 trabajadores.

Nissan planea despedir a 20.000 personas en todo el mundo antes de 2027, y Ford eliminará 4.000 puestos en Europa. Incluso General Motors, en pleno proceso de electrificación, ha realizado ajustes con el despido de más de 1.000 trabajadores en Estados Unidos. Es un patrón que se repite, y eso es lo preocupante.

Porque si todos los grandes actores del sector necesitan despedir miles de personas para poder “adaptarse” al nuevo paradigma, tal vez deberíamos cuestionar la viabilidad de ese paradigma.

El problema parece estar en que las empresas están intentando recorrer dos caminos al mismo tiempo: avanzar hacia una transformación tecnológica y competir con los nuevos fabricantes chinos.

Y en esa tensión, la solución más fácil, aunque también la más dolorosa, es reducir personal. Volvo lo ha dicho sin rodeos: se necesita una base de costes estructuralmente más baja. En otras palabras, menos personas haciendo más trabajo, y en menos tiempo.

Además, Volvo no es una empresa cualquiera. Tiene una identidad muy ligada a la seguridad, la responsabilidad y el diseño escandinavo.

Es un emblema de confianza para muchos consumidores europeos. Y este tipo de decisiones, aunque entendibles desde el punto de vista contable, pueden erosionar esa imagen si no se explican con la suficiente transparencia.

La compañía ha dicho que dará más detalles sobre los efectos financieros de esta operación cuando presente sus resultados el 17 de julio.

También ha iniciado conversaciones con los sindicatos en Suecia para gestionar el impacto social de los despidos. Pero el daño reputacional ya está hecho, y va más allá de los números.

Volvo ha tomado una decisión dura, probablemente necesaria desde su punto de vista interno. Pero esa decisión abre una conversación mucho más amplia que afecta a toda la industria. Y es una conversación que no podemos evitar.